Algo común, algo frecuente y que nos afecta mucho más de lo que imaginamos. Hoy queremos hablar de esto y de la importancia de evitar contagiarnos de los “derramadores de quejas”:
Cuando estamos molestos y necesitamos expresar nuestro enojo, entonces, es válido y hasta saludable. Pero cuando, sin darnos cuenta, nos dejamos arrastrar por las olas gigantes de quejas de esas personas que parecieran buscar siempre a alguien (Con la mirada, con el teléfono, con las visitas que terminan siendo, prácticamente, un castigo) para quejarse de todo los que les pasa (¡Y, también, de lo que no les pasa!), entonces estamos aceptando un gran daño hacia nosotros.
Tenemos que saber que nos hace mal
Nos empaña nuestra versión del día (Que, tal vez, era agradable y con esperanza o, al menos, tranquilo), nos contagian de enojo (Porque, puede que tengan razón, pero esa no es tu lucha hoy) más allá de que hayamos amanecido contentos o con ganas de arrancar una buena jornada.
Nos reduce la vibración, si finalmente caemos en la trampa y arrancamos a disparar palabras y pensamientos sobre cuánta razón tiene esta mujer con su comentario, cómo puede ser posible y todos los blablá que nos podamos imaginar. Es bastante fácil prendernos de esa rueda y comenzar a girar en la energía de la queja porque el rol de víctima se interpreta mucho más fácil que el de responsables (Y, generalmente, nos lo aplauden más).
Poner un límite sano es mucho más feliz
Esta mañana, por ejemplo, me había levantado tranquila, contenta. Mientras esperaba el colectivo 102 para ir a mi oficina, en la fila, una mujer me ve llegar y, automáticamente, se da vuelta (Estaba esperando un cómplice) y comienza a quejarse de otra mujer de adelante que estaba fumando.
Sinceramente, a mí también me hace mal que me fumen en la cara pero, la realidad, es que estábamos en la calle (Espacio público y libre para poder fumar) y la mujer no estaba molestando a nadie. Fumaba tranquila a bastantes metros de nosotras, donde el viento y el aire de la mañana barrían el humo demasiado rápido, como para que nos llegara a la cara en forma molesta.
Primero, como soy de sí fácil, le respondí que “sisi”, que “blablablá”. Pero me di cuenta, en el mismo instante que la mujer no pensaba detenerse (Porque seguía y seguía con algo que era para dos palabras y listo) y que yo tenía demasiado sueño y ninguna gana de enredarme en esa red. Yo estaba contenta, no hacía frio, el colectivo ya estaba a media cuadra. Y, como no pensaba detenerse, tuve que detenerla yo.
“Sinceramente, es muy temprano y no puedo seguir charlando, sobre todo porque tu queja, no es la mía”. FIN. La mujer me miró sorprendida pero, como lo dije en forma firme y contundente (O me hubiera gustado que así sea), se dio media vuelta (Seguro, buscando un segundo cómplice con quien, ahora ya no solo quejarse del humo, sino también de mí que no quise expandir su queja radiante=.
Pero yo me protegí, puse mi límite con claridad y con alegría de haberme animado. Y la verdad es que la actitud de intentar ganar adeptos, constantemente, para quejarte y expandir tu enojo es mucho más tóxico que el humo del cigarrillo que la primera mujer encendió.