Existe una técnica oriental que se llama Kintsugi, y que consiste en reparar piezas de cerámica rotas, con polvo de oro o plata entre las juntas. Esta práctica japonesa, sostiene que las partes rotas de un objeto constituyen su historia, y por eso deben mostrarse: porque es lo que los hace únicos. Haciendo un paralelismo con el alma, podríamos decir que el Kintsugi también “puede aplicarse” a nuestra vida para sanar dolores, vínculos, pérdidas. Pero ¿Por qué es tan importante no ignorar las heridas del alma?
Hablamos con Delfina de Achával, psicóloga especialista en neurociencia, mindfulness y bienestar, para que nos cuente por qué nos cuesta enfrentar el dolor, y cómo podemos -cada vez más-, permitirnos habilitar aquello que pensamos y sentimos, para vivir cada día mejor (y más felices).
Delfina, ¿De qué hablamos cuando hablamos de “rupturas” en la vida?
Los seres humanos vivimos rupturas en todos los ámbitos de la vida: desde las más concretas en nuestro cuerpo cuando nos fracturamos un hueso, hasta las más sutiles en nuestro psiquismo; también en los vínculos de pareja o de amistad. De hecho, muchas veces usamos expresiones como “me rompió el corazón”, “tengo el corazón partido” cuando hablamos de una separación amorosa. Lo importante es entender que cada ruptura implica un quiebre y un cambio, y por consiguiente siempre hay algo que “se pierde”. En esa pérdida, aparece muchas veces dolor físico y/o emocional acompañado de emociones difíciles, inherentes a la vida y a nuestra especie como seres humanos.
¿Y qué es lo primero que tendemos a hacer ahí?
Nuestro mayor riesgo cuando algo se “rompe” en nuestra vida, es la reacción y el impulso de querer salir rápidamente a “arreglarlo”. Es decir, no damos espacio a la pausa, ni al tiempo que pueda llevar “reparar” ese dolor, confiando en el proceso que se despliega delante nuestro.
¿Por qué nos cuesta enfrentar el dolor?
Como especie humana, cuando sentimos una amenaza, desde nuestro cerebro más primitivo se dispara el instinto de supervivencia, y con él, emociones como el miedo y la ira. Esto nos hace REACCIONAR, atacando o huyendo, tal como lo hacen los mamíferos cuando se ven amenazados por sus depredadores. En este caso, cuando una ruptura genera dolor y sufrimiento, muchas veces nos enojamos, y otras queremos salir rápidamente de esa sensación. Porque el dolor incomoda, el dolor quema, el dolor pincha. Y ahí caemos en la tentación de ir rápidamente juntando nuestras piezas rotas y “emparchando” con pegamento lo mejor que se puede. Forzando de alguna manera algo que necesita de tiempo, suavidad y amabilidad como bien lo saben hacer los japoneses en su arte Kintsugi.
Ya que mencionás el término Kintsugi, ¿Cuál es la invitación desde la mirada oriental?
La invitación es a RESPONDER en lugar de REACCIONAR, es a “reparar” en lugar de “arreglar”. Porque sabemos en lo profundo de nuestro ser que ese “arreglo rápido” o anestesia puede ser efectiva a corto plazo. Tal vez puede distraernos o hacernos sentir bien un rato, pero a la larga no nos ayuda.
¿Y qué sería reparar?
El reparar tiene que ver con el sanar. Y para eso necesitamos hacer una pausa, integrando nuestra mente, cuerpo y emociones en el proceso, en lugar de en el resultado. Sabiendo que la imperfección y el dolor son parte de la experiencia humana. Y que sólo desde una actitud autocompasiva podremos tomar perspectiva de nuestras emociones, de forma tal que ese dolor y las emociones que surjan (enojo, miedo, soledad), no sean ni negados ni reprimidos, pero que tampoco uno se identifique tanto con ellos, al punto de sentir que somos solamente eso.
¿Por qué cuando alguien está mal, queremos a toda costa que rápidamente salga, se divierta y “se olvide” de todo?
Cuando alguien a quien amamos está sufriendo, también debemos cuidarnos de no querer salir reactivamente a “ayudarlo”, sino procurar de forma más consciente “ponernos al servicio” de lo que verdaderamente necesita. Tal vez es una palabra o un “hacer” algo por él, o tal vez es un profundo y sentido silencio, un “no hacer” y simplemente “estar” junto a él/ella. Una autora del mundo de Mindfulness, la Dra. Rachel Naomi Remen, dice en uno de sus artículos sobre el tema: “Cuando ayudás, ves la vida como si fuera débil. Cuando arreglás, ves la vida si estuviese rota. Cuando servís, ves la vida como un todo. Arreglar y ayudar puede ser el trabajo del ego, y servir el trabajo del alma”.
También vivimos en una sociedad en donde prima muchas veces el imperativo de la alegría (y cierta rapidez): ¿Esto interfiere en “la cura emocional”?
Claro, es importante no caer en esto que yo llamo el “optimismo radical” cuando vemos a alguien sufrir. Es decir, muchas veces con el ánimo de hacerlo/a sentir mejor, corremos el riesgo de querer “sacar” al otro del dolor y la tristeza desde la mirada “positivista”: ¡Vas a estar bien! ¡Dale! ¡Ya va a pasar! ¡Salí! ¡Reí! Hay que respetar y acompañar los tiempos y ritmos del otro. La cultura nórdica nos acerca un concepto que trae luz a este tema: LAGOM. No tiene una traducción literal, pero tiene que ver con esto de “la medida justa, ni tanto, ni tan poco”.
¿Cómo fue cambiando esto de reconocer las emociones a lo largo de los años?
Históricamente, la ciencia y la educación nos enseñaban que existían emociones positivas como la alegría y la sorpresa, y otras negativas como el miedo, la ira y la tristeza. Y si pensamos en nuestra infancia, seguramente recordamos a nuestros padres fomentando que estemos “felices y alegres”. Y cuando estábamos tristes o con miedo, intentaban rápidamente sacarnos de ese estado. O en algunos casos extremos, también nos decían que “estaba mal” estar enojado o triste. Y si vamos un poco más atrás, la generación de nuestros abuelos, la mayoría de ellos ni siquiera nos hablaban de su mundo emocional porque eran temas de los que mejor “no hablar”.
¿Y hoy?
Hoy somos parte de un cambio transcendental para la humanidad. El siglo XXI nos trajo la oportunidad de cambiar este paradigma y generar una “revolución emocional”. Creo que muchos de nosotros hoy sentimos la profunda necesidad de conectarnos ENTRE nosotros y CON nosotros mismos. Necesitamos sintonizar y habilitar aquello que pensamos y que sentimos. Y también poder comunicarlo de forma amorosa y asertiva como parte de nuestra responsabilidad de transcendencia: colaborar en la creación de un mundo más inteligente emocionalmente, y por ende, más feliz.
¿Por qué está bien darle lugar a la tristeza, al enojo, y a las emociones que “no son bien vistas”?
Cuando nos llega un momento de ruptura o pérdida en nuestra vida, en ese primer shock, nos inunda una gran tormenta emocional. Y que sea una tormenta, no necesariamente quiere decir que sea “negativa”. Me gusta pensar las emociones como “brújulas” en momentos de tormenta. Una brújula que nos trae un mensaje, nos marca el camino de hacia dónde ir, y que nos lleva a la acción. Porque una brújula que siempre marca el norte no sirve para nada. Siempre “positivo, positivo”, no sirve. Deja de ser útil para informarnos si hay que cambiar de rumbo. Nuestro cerebro necesita experimentar todas las emociones por una cuestión de supervivencia, y todas las emociones nos traen un mensaje que debemos aprender a descifrar para gestionarlas y volverlas grandes aliadas en nuestra vida.
¿Para recomponernos de un hecho traumático que nos dañó, se puede sanar a través de la palabra?
En mi opinión, yo creo que sanar tiene que ver con mirar de frente aquello que nos duele. La aceptación radical de lo que es, de lo que ya está sucediendo, es la puerta a la verdadera felicidad y liberación de sufrimiento. Y muchas veces, ese mirar de frente tiene que ver con ponerle nombre a aquello que sentimos. Conocer y comprender qué emoción estoy transitando, es lo que nos lleva a vivir de forma más consciente nuestro momento presente.
El Kintsugi sostiene que las cicatrices son bellas porque forman parte de la historia del objeto, lo hacen único. ¿Creés que puede pasar lo mismo con las marcas que nos va dejando la vida?
Yo tengo una frase de cabecera en mi vida que dice: “Si sentís gratitud por el lugar en el que estás, respetá el camino que te llevó hasta ahí”. La gratitud es una gran cualidad para cultivar en nuestra vida. Porque muchas veces damos por sentado estar vivos, respirar, tener un cuerpo que funciona a la perfección, vivir en un lindo lugar. Y en mi opinión, no existe gratitud sin respeto por todo lo que me llevó a ese momento. Todas aquellas situaciones a las que “sobreviví” por más chiquitas, medianas, o monumentales que hayan sido, me trajeron a este preciso instante, a este aquí y ahora, a lo que soy hoy. Para mí de eso se trata honrar nuestras cicatrices. Y si hablamos de cicatrices, no puedo dejar de traerles este bello poema de Rumi que dice: “No gires tu cabeza. Sigue mirando el lugar vendado porque es el lugar por donde la luz entra en ti”.
Todo forma parte de un proceso, ¿no?
Cuando uno quiere sanar una pérdida, lo primero que hay que hacer es dar espacio al DUELO. Es decir, darle la bienvenida a todas las emociones que surgen en nosotros: tristeza, bronca, soledad. Lo que venga. No esforzarnos en querer sentirnos diferentes, porque todas nuestras emociones son sagradas, y todas llegan a traerme algún mensaje y se van. No son permanentes. Mis emociones son mi brújula, me marcan el camino, y son mi nafta para la acción. Y una vez que entendemos qué sentimos, cómo nos sentimos, desde las cenizas en las que soltamos todo lo que no fue, nos rendimos frente a todas nuestras expectativas, y así comenzamos a SANAR. De la mano de nuestros dos mejores guerreros: la PACIENCIA y el TIEMPO.
¿De qué otras formas podemos sanar/reparar el alma cuando nos sentimos “rotos o dañados”?
Sanar para mí es ABRIR ESPACIOS. Espacios en mi agenda para actividades que me hacen bien. Espacios de pausa y conexión conmigo misma y con aquellos que me hacen bien. Espacios para sentir y crear nuevas alternativas. Recuerden: darse espacio y tiempo para duelar y sanar, NUNCA es una pérdida de tiempo. Todo lo contrario, es el mayor tiempo ganado. ¡Para volver a brillar como nunca antes! Y un dato más: cuando ya pasa un tiempo considerable de duelo, y la persona siente que no puede avanzar en su vida, es importante que pueda pedir ayuda a un profesional de la salud mental.
¿Crees que hoy se juega mucho un ideal de perfección en nuestras vidas? ¿Cuál es el precio que pagamos por “aguantar”, “disimular”, “esconder” lo que sentimos?
La vulnerabilidad es la esencia de todas las emociones. Es innata en nosotros. Ser vulnerable significa SENTIR. No es ni bueno ni malo sentir. ¿O no? El problema es que muchas veces asociamos el ser vulnerables con emociones negativas, si creemos que ser vulnerable es ser “DÉBIL”. Y ahí es cuando anulamos nuestra vida emocional por miedo a pagar un precio demasiado alto. A través de máscaras, usamos diferentes armaduras para no involucrarnos tanto. En mi curso “El camino hacia una vida auténtica” hablo de tres en particular: el perfeccionismo, el anestesiar nuestras emociones, y el miedo a la dicha. Nuestra creencia es: “mantengo a todos a una distancia de seguridad, y siempre un plan de huida.” Es cierto que las máscaras o armaduras nos dan seguridad, pero llega un momento que nos asfixian. No hacen creer más fuertes, pero también nos pesan. Y eso nos desconecta de lo que da sentido a nuestra vida. Pero si en cambio asociamos el ser vulnerables con emociones positivas: es el punto de partida del amor, del coraje, de la empatía y la creatividad. Es la fuente de la esperanza, la responsabilidad y la autenticidad.
La otra vez leí que alguien decía que “antes de ser resueltas, las heridas primero deben ser abrazadas”. ¿Cómo sería esto?
Como siempre digo en mis talleres, hay muchas cosas que no podemos cambiar: un diagnóstico de una enfermedad, la pérdida de un ser querido, un despido laboral…pero hay algo que SÍ podemos cambiar, y es nuestra ACTITUD sobre aquello que nos genera dolor. Y el camino de sanación de nuestro dolor, va por la aceptación de lo que nos pasa. El otro día leyendo el libro “En el limbo” de Estanislao Bachrach, él cita una frase de Kristin Neff, psicóloga referente en el mundo del Mindfulness y la compasión que dice: “No siempre podés obtener lo que querés. No siempre podés ser la persona que querés ser. Y cuando negás o resistís esta realidad, el sufrimiento surge en forma de estrés, frustración y autocrítica. Sin embargo, cuando aceptás esta realidad con amabilidad, generás emociones y cualidades como la compasión y el autocuidado que te ayudan a enfrentar esta situación”. Ojalá les sirva para pensar.
Esperamos que les haya gustado la entrevista. Pueden seguir a Delfina en su IG, estar al tanto de sus cursos, y leer las novedades y reflexiones que hace todas las semanas. ¡Hasta la próxima!
*Delfina de Achával, es licenciada en Psicología, y especialista en Psicoterapia Cognitiva. También tiene un Doctorado en Salud Mental (PhD) – Área Neurociencia Cognitiva (Fac. de Medicina, UBA, Buenos Aires). En su práctica privada como terapeuta de adultos y parejas integra su formación, con terapias de tercera generación como Mindfulness. Además de su trabajo clínico, brinda talleres, cursos y charlas sobre Neurociencia, Mindfulness y Bienestar. También es Doula (acompaña a mujeres embarazadas y familias múltiples en su preparación psicofísica para la maternidad desde el programa Mindfulness based Childbirth and Parenting -MBCP, Nancy Bardacke-).