Experimentar un masaje siempre nos resulta nutritivo y relajante, pero sus beneficios van mucho más allá de la serenidad o el descanso corporal. Hoy te contamos por qué esta práctica resulta tan sanadora y movilizante también a nivel emocional, mental y espiritual.
La información que captamos y recibimos a través de nuestro tacto es distinta a la que podemos recibir a través de los demás sentidos. Porque a través de la piel se establece siempre una mayor cercanía, casi una intimidad con el otro. Las manos se vuelven herramientas intuitivas que canalizan la energía percibiendo y enviando en un doble circuito entre el terapeuta y el paciente.
Un masaje bien realizado, no solo trabaja tocándonos la piel, en realidad, nos contacta mucho más profundo. Los movimientos y la energía llegan a las capas inferiores removiendo y activando sentimientos, viejas marcas que hemos impregnado en nuestro cuerpo, pensamientos arraigados y hasta provoca cambios en nuestro campo sutil.
Dice un autor llamado Luciano Jolly (El cual me inspira) que “el masaje pocas veces es neutro”. Y si has experimentado esta práctica, bajo la modalidad que hayas elegido, seguramente estarás de acuerdo. Una instancia de masaje no solo descansa nuestro cuerpo, sino que lo ablanda, lo purifica, facilita la entrega al presente y nos expone en una desnudez tal que podemos dejar caer esas mascaras que, tal vez durante tanto tiempo, hemos intentado sostener frente a los demás y hasta con nosotros mismos.
El masaje, entonces, trabaja como un puente que interconecta y ayuda a liberar tu sistema emocional, tu cuerpo físico, tus pensamientos. Alcanza niveles muy profundos y muy sutiles al mismo tiempo a través de un contacto puro entre un cuerpo y el otro.